La novela está escrita en primera
persona del singular. Intervienen numerosos personajes, casi todos jóvenes,
pero es el narrador quien en su divagación siempre lúcida, relativamente
desordenada, y sin embargo, vigilante, los representa como conciencia del grupo.
El narrador no es un hombre vacío. Está sobre-poblado de preocupaciones, de
problemas, de inquietudes. Es casi un
adolescente y empieza a vivir, situaciones cada vez con mayor agudeza, en su
tiempo. Esto significa que desde un principio, advierte que la vida es un
quehacer. Hay que construirla. Le sabe el descontento desde su fondo más íntimo.
Es inteligente y posee unos sentidos
hábiles. El mundo que le dan, es el de sus mayores, es un recinto hermético por
el que van y vienen los enmascarados, exteriormente pintorescos, simples
comparsas que juegan a darle a la vida un sentido.
El personaje se siente desterrado de
este mundo de contratiempos, de ataduras, de resonancias de un mundo perdido y
que se debe buscar.
Su anhelo más hondo podría ser el que cada
mañana apareciera el universo como recién creado. Todo lo mira con ojos nuevos, y el espectáculo es siempre el mismo, de
engaños, de laberintos sin salida, pero de alguna tiene, no obstante, y lo que
importa es encontrar el método para hallar la de sí mismo, de los demás, de la
vida como se quiere tenerla. Su acidez vital le da una perspicacia amarga, pero
no desesperada.
Sus juicios de los hombres y de las cosas
condenables como son, como están en todas partes de enderechan hacia un humorismo clarividente, hacia la
necesidad de absorberse en las sensaciones las del amor, principalmente que procuran la ilusión de
escapar del tiempo, de hallarse en un presente, a que no llega el pasado y
desde que no se divisa el provenir. No
estamos ante un derrotado, sino ante u
n
constructor de su vida, su personalidad, su mundo en continúa exploración de su
disgusto y de sus ansias.
Pero hay que contar con lo que se
debe vivirse, de acuerdo con la anhelada salida del laberinto.